miércoles, 19 de noviembre de 2008

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Este es un espacio creado con la intención de reunir información relacionada con la intervención en el subsistema familiar fraterno, en situación excepcional.

Si bien es cierto que toda relación fraterna está impregnada de situaciones especiales, también es cierto que esta relación adquiere una dimensión excepcional cuando alguno de los hermanos presenta alguna discapacidad.

El interés de crear este espacio, es de carácter profesional y por ende, de carácter personal.

Todos los materiales aquí incluidos han sido incorporados sin fines de lucro.

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En este espacio encontrarás documentos relacionados con la importancia del subsistema familiar fraterno y de sus relaciones vinculares con las estructuras parentales y narcisista.

La importancia del vínculo fraterno. FERNÁNDEZ Daniel A.

Fuente: Abraxas Magazine. Revista de Psicología Sociedad y Cultura. Página Web: http://abraxasmagazine.wordpress.com/2008/04/25/la-importancia-del-vinculo-fraterno/
25 de abril de 2008.

En la clínica psicoanalítica, frecuentemente, se hace gran hincapié en los vínculos parentales. Sin embargo muchas veces se comete el grave error de descuidar otro tipo de vínculo igual de trascendente: el vínculo fraterno. Y es debido a la profunda relevancia de dicho vínculo que resultaría conveniente, al menos en parte, hacer ciertas menciones al respecto.

En principio, podemos recordar que ya desde los tiempos primordiales de la Biblia, los padecimientos de José (hijo predilecto de Jacob) por causa de sus hermanos nos dan muestra de un exceso de celos fraternos y de sus severas consecuencias. Y justamente Freud (1939/1997) hacía referencia a la saga de José, poniéndola de ejemplo para hacernos notar hasta qué punto podían conducir los celos entre hermanos. También el mito de Caín y Abel es otro ejemplo bíblico de un vínculo fraterno trágico. Y sobre este mito, Aguinis M. (1988 citado en Kancyper, 2004) reflexiona que ha sido objeto de estudios a lo largo de innumerables generaciones no sólo por sus enseñanzas o por la turbación que produce, sino también por los enigmas que encierra. Podríamos pensar que, tanto el caso de José y sus hermanos como el ejemplo de Caín y Abel, son muestras claras de lo que afirma Kancyper L. (2004) al decir que los resentimientos que surgen a partir de la dinámica vincular fraterna suelen tener tal relevancia en algunos sujetos, que hasta pueden determinar, en gran medida, el destino de sus vidas y de sus descendientes.

Por lo hasta aquí expresado, no es difícil entonces suponer la existencia de un complejo fraterno. Recordemos que por complejo se entiende un «conjunto organizado de representaciones y de recuerdos dotados de intenso valor afectivo, parcial o totalmente inconscientes» (Laplanche J. & Pontalis J., 1993, p. 55). Y Kancyper (2004) se ocupará del estudio del complejo fraterno y lo definirá como un «conjunto organizado de deseos hostiles y amorosos que el niño experimenta respecto de sus hermanos» (p. 243). Este complejo mencionado tiene fundamental importancia sobre la estructuración de la vida psíquica, dado que suele recubrir parcial o totalmente la estructura edípica, generando confusión, superponiendo roles y, como consecuencia, perturbando gravemente al proceso de la identidad. No se trata de declarar la caducidad del complejo de Edipo, que constituye el complejo genuino de la neurosis. De lo que se trata, más bien, es de descomprimir este último y articularlo con las especificidades de las estructuras narcisista y fraterna. Entre estas tres estructuras, se trama una combinatoria singular y original que determina en cada sujeto la plasmación de una irrepetible e inacabada identidad. Podríamos decir que el complejo fraterno y el edípico se articulan y refuerzan entre sí. Laplanche (citado en Kancyper, 2004) anuncia que el triángulo de rivalidad fraterna está conformado por el niño/a, los padres y el hermano/a (mientras que el triángulo edípico está formado por el niño/a, el padre y la madre), y refiere a que no debe ser considerado cronológicamente anterior al triángulo sexual del Edipo.

Dando cuentas del complejo fraterno, Kancyper (2004) explica cómo el hijo preferido se convierte en un injusto hermano usurpador, pues monopoliza las mejores condiciones del medio familiar al apoderarse del sector más valioso del proyecto identificatorio parental. Esta situación desencadena sentimientos de rivalidad, celos y envidia (estructura que nos remite nuevamente al relato bíblico de José y sus hermanos). Instala, además, al hermano desposeído en el lugar de un rencoroso ciudadano de segundo grado, al que injustamente le han sido cercenados los derechos y las posibilidades de desarrollo por culpa del hijo elegido. Desde este indigno lugar, el hermano damnificado extrae un autolegalizado derecho a la represalia sobre el hermano beneficiado. Ese lugar le concede un incuestionable sentimiento de superioridad para punir y atormentar. A su vez, el hermano preferido padece de sobresaltos, de remordimientos, como consecuencia de los reproches proferidos por el hermano injuriado (en la realidad material) y por sus propias fantasías furtivas.
La protesta fraterna, que para Kancyper (2004) consiste en una agresión franca y un rechazo indignado por parte de un hermano hacia otro (quien según el primero estaría ocupando injustamente un lugar más favorecido), se puede entender desde la lógica del narcisismo. Es decir que el hermano que se cree damnificado no oculta su hostilidad, sencillamente, porque la presencia del otro es vivida como la de un rival e intruso que atenta contra la legitimidad de sus derechos. Y esta rivalidad entre hermanos tiene tal relevancia, que ya Freud (1920/1997) en «Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina «consideró que podía, incluso, influir en la determinación de la elección de objeto sexual y en el ámbito de la elección vocacional.

El complejo fraterno al que hace referencia Kancyper (2004) cumple con cuatro funciones íntimamente relacionadas:

Función sustitutiva: Esta función se presenta como una alternativa para reemplazar y compensar funciones parentales fallidas. Esta función sustitutiva ya la describe Freud (1916/1997) en «Desarrollo de la libido y organizaciones sexuales», donde pone de ejemplo al niño que toma a la hermana como objeto de amor en sustitución de la madre, debido a que esta última le sería infiel con el padre. Y también Freud, en ese mismo texto, ejemplifica la función sustitutiva al explicar cómo una niña puede encontrar en el hermano mayor un sustituto del padre (quien ya no se ocupa de ella con la ternura de los primeros años), o cómo puede esa misma niña tomar a un hermanito menor como sustituto del bebé que en vano deseó del padre.

Función defensiva: Esta función se manifiesta cuando el complejo fraterno encubre situaciones conflictivas edípicas y/o narcisistas no resueltas. En muchos casos, sirve para eludir y desmentir la confrontación generacional, así como para obturar las angustias. Esta función defensiva se ve facilitada por el desplazamiento. Y defiende de las angustias y sentimientos hostiles relacionados con los progenitores, justamente, porque dichas angustias y sentimientos son desplazados sobre los hermanos.

Función elaborativa: Esta función actúa colaborando en la elaboración del complejo de Edipo y del narcisismo. Así como el complejo de Edipo pone límite a la ilusión de omnipotencia del narcisismo, también el complejo fraterno participa en la tramitación y el desasimiento del poder vertical detentado por las figuras edípicas. El sujeto que permanece fijado a traumas fraternos, no logra una adecuada superación de la conflictiva edípica y permanece en una atormentada rivalidad con sus semejantes.

Función estructurante: El complejo fraterno cumple un papel estructurante en la organización de la vida anímica del individuo, de los pueblos y de la cultura. Influye sobre la génesis y el mantenimiento de los procesos identificatorios en el yo y en los grupos, en la constitución del superyó e ideal del yo, y en la elección del objeto de amor.

Cada hermano, desde su diferente lugar en el orden de nacimiento, porta además diversas protestas fraternas. Incluso en la observación cotidiana, se detecta cómo el anuncio del nacimiento de un hermano provoca una súbita herida narcisista acompañada de encarnizadas protestas y rivalidades. Esa posición que ocupará el niño dentro de la serie de nacimientos guarda tal trascendencia, que ya Freud (1916 citado en Kancyper, 2004) señalaba que dicha posición era un factor relevante para la conformación de la vida ulterior y que siempre era preciso tomarla en cuenta en la descripción de una vida. También Adler A. (citado en Coscio y Sánchez, 1999) opinaba que el orden y la relación con los hermanos en la constelación familiar, eran factores que influían en el desarrollo del carácter y generaban conflictos debido a la lucha por el poder dentro de la familia.

Acerca del primogénito, Kancyper (1989) dice que «es el primer heredero que anuncia la muerte a la inmortalidad de su progenitor y sobrelleva una mayor ambivalencia y rivalidad por parte del padre» (p. 35). Este padre, a través del primogénito, procuraría según Kancyper (2004) recuperar el estado llamado de omnipotencia del narcisismo infantil. Investiría así a ese primogénito como su doble especular, ideal e inmortal. Se le adjudicarían a dicho hijo identificaciones preestablecidas, mientras que sobre el segundo hijo recaerían idealizaciones menos directas y masivas e identificaciones menos precisas. Se podría pensar, entonces, que esas diferencias entre el primogénito y los hermanos subsiguientes generarían inevitablemente entre ellos recíprocas rivalidades. Y la rivalidad que suelen manifestar los primogénitos con los hermanos subsiguientes, podría deberse a que consideran a estos últimos intrusos, dobles consanguíneos que intentan destronarlo. Adler (citado en Coscio y Sánchez, 1999) se refiere al primogénito como al «príncipe heredero» que, como tal, estructura rasgos conservadores como forma de asegurarse un lugar frente al peligro de su posible suplantación por los hermanos.

La clínica psicoanalítica revela que, con gran frecuencia, suele ser el hermano menor el que intenta descubrir, conquistar y cultivar los nuevos territorios; mientras que el hermano mayor suele asumirse como el epígono de la generación precedente, sobrellevando el ambivalente peso de actuar como el continuador y el defensor que sella la inmortalidad de sus predecesores (Kancyper, 2004). El hijo mayor suele ser identificado, desde el proyecto identificatorio parental, como el destinado a ocupar el lugar de la prolongación y fusión con la identidad del padre. Esta identificación es inmediata, directa y especular. El hijo mayor se encuentra programado como aquel que llega al mundo para resanar las heridas narcisistas del padre y para completarlo; el hijo menor, en cambio, para nivelar la homeostasis del sistema materno. La experiencia psicoanalítica nos enseña que la rígida división del «botín de los hijos», ofrendados como meros objetos para regular la estabilidad psíquica de la pareja parental, es punto de severas perturbaciones en la plasmación de la identidad sexual y en el despliegue de los procesos sublimatorios en cada uno y entre los hermanos. En el caso del hermano menor, el recorrido identificatorio genera un trabajo adicional, acrecentándose una bisexualidad que puede llegar a ser sublimada para dar lugar a la creatividad. El hermano menor generalmente es eximido de ser el portavoz y garante responsable de la tradición familiar imperante. Mientras él suele ser el cuestionador y el creador, el primogénito suele ser el conservador.

En relación ahora a los mellizos, Kancyper (2004) argumenta que tal condición tiene una potencialidad traumática, la que determina a su vez conductas particulares entre los hermanos y en la dinámica de los progenitores hacia ellos. La condición de ser mellizo se convertirá efectivamente en trauma en la medida en que el niño y sus padres no la puedan tramitar. Y en cuanto a los gemelos, el autor antes mencionado expone una argumentación original al afirmar que en éstos, al menos en muchos casos, existe la fantasía relacionada con la existencia de un solo espacio, de un solo tiempo y de una sola posibilidad para dos. Es decir que, según esta fantasía, existe por ejemplo una sola carrera profesional, una belleza excluyente, una sola posición económica y social. Y siguiendo esto, podríamos suponer que: si una hermana gemela es madre, la otra sólo será tía; si una es inteligente, la otra es tonta; si una es linda, la otra es fea; si una es rica, la otra es la pobre; etc. Por otra parte, Kancyper agrega que la clínica de las relaciones fraternas, sobre todo de los gemelos, ilustra la dialéctica del Amo y el Esclavo de Hegel, en la cual un hermano es necesariamente dominado por el otro, el dominante. Dice el autor que, aquel que domina se preocupa por el otro, tiene mayor necesidad de ese otro (al que domina) y es a menudo eso lo que le resulta intolerable, y que en cambio el dominado puede prescindir del dominante y se adecua a tal situación.

martes, 18 de noviembre de 2008

Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina


En 1920, se publicó un breve texto de Sigmund Freud, sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina.

El documento, trataba de una adolescente de la alta burguesía vienesa cuyos padres, preocupados por sus tendencias homosexuales, habían decidido consultarlo. Las preferencias sexuales de la joven se habían manifestado en la pasión que la misma mostraba por una dama de origen noble aunque de dudosa reputación. Sus padres esperaban que Freud la devolviera a un "estado normal". Casi ochenta años más tarde, las escritoras Diana Voight e Inés Rieder encontraron en Viena a la "joven homosexual" que, ya casi centenaria, aceptó contarles su vida. El resultado es un fascinante libro cuya versión en español se titula: "Sidonie Csillag". La `joven homosexual´ de Freud. "Entre los casos publicados por Freud, el de Sidonie es particular y especialmente interesante en muchos aspectos. Aunque es sabido que el psicoanálisis se originó en el tratamiento de mujeres histéricas, éste es uno de los pocos casos propiamente psicoanalíticos publicados por Freud donde la paciente es una mujer, y es además el único en el que se trata a una mujer homosexual. Por otro lado, y contra sus costumbre, Freud no le asignó un nombre a esta paciente; "Sidonie Csillag" es el seudónimo elegido por DIANA VOIGHT e INÉS RIEDER. Pero Freud no se limitó a negarle a su paciente una identidad como "caso", sino que además la proivó de la palabra. En su texto, la única voz que se escucha es la de Freud que no nos proporciona versiones siquiera fragmentarias de los sueños o de otro tipo de material que pudiera haber aparecido en las sesiones. De Sidonie sólo escuchamos una palabra en el texto de Freud: niederkommen, "dejar caer", de la que luego se aferraría Jacques Lacan para re-analizar el caso.Al igual que el de "Dora", otra de sus pacientes "históricas" (Esta sí con "nombre propio"), el tratamiento de Sidonieno terminó exitosamente, aunque por motivos diferentes. Freud había atribuido el fracaso del análisis de "Dora" a su propia incapacidad para analizar la transferencia. En cambio, con Sidonie tuvo desde el principio serias dudas acerca de la posibilidad de llevar la terapia a buen término (de hecho, Freud consideró su interracción con Sidonie mñas como una oportunidad para explorar la psicogénesis de la homosexualidad femenina que como un tratamiento terapéutico). Según Freud, psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina no estaba técnicamente "enferma": no mostraba síntomas neuróticos, ni se quejaba de su condición. Sin embargo, un reciente intento de suicidio había urgido a los padres a buscar ayuda médica. Sidonie aceptó colaborar con el tratamiento sólo para satisfacer la voluntad (y la presión) de su padre. Durante las 5 entrevistas semanales que mantuvo durante 6 meses, Sidonie se mostraba locuaz y parecía cumplir con las expectativas de su terapeuta. Pero al mismo tiempo, según su propio testimonio, la joven engañaba tanto a Freud como a su padre concercanto entrevistas con la dama de sus amores inmediatamente después de las sesiones, e inventando sueños para mantener satisfecho a su psicoanalista. Freud pronto se dio cuenta de que ella no se comportaba honestamente y comrendió que en esos términos la terapia no podría funcionar. Por lo tanto decidió interrumpir el tratamiento recomendando su continuación con una analista mujer que podría ayudarla mejor que él.Tal como ocurrió con otros casos históricos de Freud, el de Sidonie dio origen a comentarios, exégesis y análisis. [...] Pero si Sidonie y los otros casos de Freud han dado lugar a discusiones tan caloradas dentro de la comunidad psicoanalítica sería bueno preguntarse cuál es el lugar que el psicoanálisis ha ocupado en la vida de Sidonie. El texto de Diana Voight e Inés Rieder sugiere que fue muy marginal. Y esto se debe no solamente a la corta duración de la terapia, sino además a que ésta no parece haber tenido mayores efectos sobre la personalidad de la paciente. Luego de interrumpir el tratamiento con Freud, Sidonie intentaría suicidarse varias veces más y viviría amores apasionados (que terminaron mal) con otras mujeres. [...] Sidonie no fue el único "caso" de Freud cuyo testimonio dio orgien a libros. Pero a diferencia de Sergei Pankejeff, "El hombre de los Lobos", cuya dependencia hacia el psicoanlálisis parece haberle generado tantas infelicidades como la neurosis obsesiva -por otro lado, nunca curada-, que lo llevó al diván de Freud, para Sidonie [...] el "momento Freud" apenas ocupa un corto capítulo en el relato de su adolescencia ( Sidonie Csillag, el fracaso de Freud. (Fragmento de la nota de Mariano Plotkin, tomado de http://groups.msn.com/Enteoria/psicoanlisis.msnw?action=get_message&mview=0&ID_Message=304)

La decisión de referir el documento citado, en este espacio, obedece a la importancia que éste ha tenido en la recuperación que autores e investigadores posteriores a Freud, hacen sobre la obra del autor, resaltando varios elementos en el ensayo, que respaldan los constructos psicoanalíticos de la importancia del vínculo fraterno y de la existencia del complejo fraterno, capaz de influir de manera decisiva en la vida de una persona. En este caso, de la joven paciente de Freud.

Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina(1920)
Fuente:
http://musica.unq.edu.ar/personales/ebonnier/Freud/Textos/Ballesteros/10.rtf

I. La homosexualidad femenina, tan frecuente, desde luego, como la masculina, aunque mucho menos ruidosa, no ha sido sólo desatendida por las leyes penales, sino también por la investigación psicoanalítica. La exposición de un caso, no muy marcado, en el que me fue posible descubrir, sin grandes lagunas y con gran seguridad, la historia psíquica de su génesis puede, por tanto, aspirar a cierta consideración. La discreción profesional exigida por un caso reciente impone, naturalmente, a nuestra comunicación ciertas restricciones. Habremos, pues, de limitarnos a describir los rasgos más generales del historial, silenciando los detalles característicos en los que reposa su interpretación.

Una muchacha de dieciocho años, bonita, inteligente y de elevada posición social, ha despertado el disgusto y la preocupación de sus padres por el cariño con el que persigue a una señora de la «buena sociedad» unos diez años mayor que ella. Los padres pretenden que la tal señora no es más que una cocota, a pesar de sus aristocráticos apellidos. Saben que vive con una antigua amiga suya, casada, con la que sostiene relaciones íntimas, observando además una conducta muy ligera en su trato con los hombres, entre los cuales se le señalan varios favoritos. La muchacha no discute tales afirmaciones, pero no se deja influir por ellas en absoluto en su admiración hacia aquella señora, a pesar de no carecer, en modo alguno, de sentido moral. Ninguna prohibición ni vigilancia alguna logran impedirle aprovechar la menor ocasión favorable para correr al lado de su amada, seguir sus pasos, esperarla horas enteras a la puerta de su casa o en una parada del tranvía, enviarla flores, etc.

Se ve que ésta pasión ha devorado todos los demás intereses de la muchacha. No se preocupa ya de su educación intelectual, no concede valor alguno al trato social ni a las distracciones juveniles, y sólo mantiene relación con algunas amigas que pueden servirla de confidentes o auxiliares. Los padres ignoran hasta dónde pueden haber llegado las relaciones de su hija con aquella señora ni si han traspasado ya ciertos límites. No han observado nunca en la muchacha interés alguno hacia los jóvenes ni complacencia ante sus homenajes; en cambio, ven claramente que su enamoramiento actual no hace sino continuar, en mayor grado, la inclinación que en los últimos años hubo de mostrar hacia otras personas femeninas y que despertó ya las sospechas y el rigor del padre.

Dos aspectos de su conducta, aparentemente opuestos, despiertan, sobre todo, la contrariedad de los padres: la imprudencia con la que se muestra públicamente en compañía de su amiga malfamada, sin cuidado alguno a su propia reputación, y la tenacidad con que recurre a toda clase de engaños para facilitar y encubrir sus entrevistas con ella. Reprochan, pues, a la muchacha un exceso de franqueza, por un lado, y un exceso de disimulo, por otro. Un día sucedió lo que no podía por menos de acaecer en tales circunstancias: el padre encontró a su hija acompañada de la señora en cuestión, y al cruzarse con ellas, les dirigió una mirada colérica que no presagiaba nada bueno. Momentos después se separaba la muchacha de su amiga para arrojarse al foso por donde circulaba el tranvía. Nuestra sujeto pagó ésta tentativa de suicidio con largos días de cama, aunque, afortunadamente, no se produjo lesión alguna permanente. A su restablecimiento encontró una situación mucho más favorable a sus deseos. Los padres no se atrevían a oponerse ya tan decididamente a ellos, y la señora, que hasta entonces había recibido fríamente sus homenajes, comenzó a tratarla con más cariño, conmovida por aquella inequívoca prueba de amor.

Aproximadamente medio año después de éste suceso acudieron los padres al médico, encargándole de reintegrar a su hija a la normalidad. La tentativa de suicidio les había demostrado que los medios coercitivos de la disciplina familiar no eran suficientes para dominar la perturbación de la sujeto. Será conveniente examinar aquí por separado las posiciones respectivas del padre y de la madre ante la conducta de la muchacha. El padre era un hombre serio, respetable y, en el fondo, muy cariñoso, aunque la severidad que creía deber adoptar en sus funciones paternas había alejado algo de él a sus hijos. Su conducta general para con su hija aparecía determinada por la influencia de su mujer. Al tener conocimiento por vez primera de las inclinaciones homosexuales de la muchacha ardió en cólera e intentó reprimirlas con las más graves amenazas; en aquel período debió de oscilar su ánimo entre diversas interpretaciones, dolorosas todas, no sabiendo si había de ver en su hija una criatura viciosa, degenerada, o simplemente enferma de una perturbación mental. Tampoco después del accidente llegó a elevarse a aquella reflexiva resignación que uno de nuestros colegas, víctima de un análogo suceso en su familia, expresaba con la frase siguiente: «¡Qué le vamos a hacer! Es una desgracia como otra cualquiera.» La homosexualidad de su hija integraba algo que provocaba en él máxima indignación. Estaba decidido a combatirla con todos los medios, y no obstante la poca estimación de que en Viena goza el psicoanálisis, acudió a él en demanda de ayuda. Si este recurso fracasaba, tenía aún en reserva otro más enérgico: un rápido matrimonio habría despertado los instintos naturales de la muchacha y ahogado sus inclinaciones contra la naturaleza.

La posición de la madre no resultaba tan transparente. Se trataba de una mujer joven aún, que no había renunciado todavía a gustar. No tomaba tan por lo trágico el capricho de su hija, e incluso había gozado durante algún tiempo de la confianza de la muchacha en lo que se refería a su enamoramiento de aquella señora, y si había acabado por tomar partido contra él, se debía tan sólo a la publicidad con que la muchacha ostentaba sus sentimientos. Años atrás había pasado por un período de enfermedad neurótica, era objeto de una gran solicitud por parte de su marido y trataba a sus hijos muy desigualmente, mostrándose más bien dura con la muchacha y excesivamente cariñosa con sus otros tres hijos, el último de los cuales era ya un retoño tardío, que sólo contaba por entonces unos tres años. No resultaba nada fácil averiguar detalles más minuciosos sobre su carácter, pues por motivos que más tarde podrá comprender el lector, los informes de la paciente sobre su madre adolecían siempre de una cierta reserva, que desaparecía en lo referente al padre.

El médico que había de tomar a su cargo el tratamiento psicoanalítico de la muchacha tropezaba con varias dificultades. No hallaba constituida la situación exigida por el análisis, única en la que éste puede desarrollar su plena eficacia: El tipo ideal de tal situación queda constituido cuando un individuo dependiente sólo de su propia voluntad, se ve aquejado por un conflicto interno, al que no puede poner término por sí solo, y acude al psicoanalítico en demanda de ayuda. El médico labora entonces, de acuerdo con una de las partes de la personalidad patológicamente disociada, en contra de la parte contraria. Las situaciones que difieren de ésta son siempre más o menos desfavorables para el análisis y añaden a las dificultades internas del caso otras nuevas.

Las situaciones como la del propietario que encarga al arquitecto una casa conforme a sus propios gustos y necesidades, o la del hombre piadoso que hace pintar al artista un lienzo votivo e incluir en él su retrato orante, no son compatibles con las condiciones del psicoanálisis. No es nada raro que un marido acuda al médico con la pretensión siguiente: «La nerviosidad de mi mujer ha alterado nuestras relaciones conyugales; cúrela usted para que volvamos a poder ser un matrimonio feliz.» Pero muchas veces resulta imposible cumplir tal encargo, toda vez que no está en la mano del médico provocar el desenlace que llevó al marido a solicitar su ayuda. En cuanto la mujer queda libre de sus inhibiciones neuróticas se separa de su marido, pues la continuación del matrimonio sólo se había hecho posible merced a tales inhibiciones. A veces son los padres quienes demandan la curación de un hijo que se muestra nervioso y rebelde. Para ellos, un niño sano es un niño que no crea dificultad alguna a los padres y sólo satisfacciones les procura. El médico puede conseguir, en efecto, el restablecimiento del niño, pero después de su curación sigue aquél sus propios caminos mucho más decididamente que antes y los padres reciben de él todavía mayor descontento. En resumen: no es indiferente que un hombre se someta al análisis por su propia voluntad o porque otros se lo impongan, ni que sea él mismo quien desee su modificación, o sólo sus parientes, que le aman o en los que hemos de suponer tal cariño.

Nuestro caso integraba aún otros factores desfavorables. La muchacha no era una enferma -no sufría por motivos internos ni se lamentaba de su estado- y la labor planteada no consistía en resolver un conflicto neurótico, sino en transformar una de las variantes de la organización sexual genital en otra distinta. Esta labor de modificar la inversión genital u homosexualidad no es nunca fácil. Mi experiencia me ha demostrado que sólo en circunstancias especialmente favorables llega a conseguirse, y aun entonces el éxito consiste únicamente en abrir, a la persona homosexualmente limitada, el camino hacia el otro sexo, vedado antes para ella, restableciendo su plena función bisexual. Queda entonces entregado plenamente a su voluntad el seguir o no dicho camino, abandonando aquel otro anterior, que atraía sobre ella el anatema de la sociedad, y así lo han hecho algunos de los sujetos por nosotros tratados. Pero hemos de tener en cuenta que también la sexualidad normal reposa en una limitación de la elección de objeto, y que en general la empresa de convertir en heterosexual a un homosexual llegado a su completo desarrollo no tiene muchas más probabilidades de éxito que la labor contraria, sólo que ésta última no se intenta nunca, naturalmente, por evidentes motivos prácticos.

Los éxitos de la terapia psicoanalítica en el tratamiento de la homosexualidad no son, en verdad, muy numerosos. Por lo regular, el homosexual no logra abandonar su objeto placiente, no se consigue convencerle de que, una vez modificadas sus tendencias sexuales, volverá a hallar en un objeto distinto el placer que renuncie a buscar en sus objetos actuales. Si se pone en tratamiento es casi siempre por motivos externos; ésto es, por las desventajas y peligros sociales de su elección de objeto, y estos componentes del instinto de conservación se demuestran harto débiles en la lucha contra las tendencias sexuales. No es difícil entonces descubrir su proyecto secreto de procurarse, con el ruidoso fracaso de su tentativa de curación, la tranquilidad de haber hecho todo lo posible para combatir sus instintos, pudiendo así entregarse a ellos en adelante sin remordimiento alguno. Cuando la demanda de curación aparece motivada por el deseo de ahorrar un dolor a los padres o familiares del sujeto, el caso presenta ya un cariz más favorable. Existen entonces realmente tendencias libidinosas que pueden desarrollar energías contrarias a la elección homosexual de objeto; pero su fuerza no suele tampoco bastar. Sólo en aquellos casos en que la fijación al objeto homosexual no ha adquirido aún intensidad suficiente, o en los que existen todavía ramificaciones y restos considerables de la elección de objeto sexual, ésto es, dada una organización vacilante aún o claramente bisexual, puede fundarse alguna esperanza en la terapia psicoanalítica.

Por todas éstas razones evité infundir a los padres de nuestra sujeto una esperanza de curación, declarándome dispuesto simplemente a estudiar con todo cuidado a la muchacha durante algunas semanas o algunos meses, hasta poder pronunciarme sobre las probabilidades positivas de una continuación del análisis. En toda una serie de casos, el análisis se divide en dos fases claramente delimitadas: en la primera se procura el médico el conocimiento necesario del paciente, le da a conocer las hipótesis y los postulados del análisis y le expone sus deducciones sobre la génesis de la enfermedad, basadas en el material revelado en el análisis. En la segunda fase se apodera el paciente mismo de la materia que el analítico le ha ofrecido, labora con ella, recuerda aquella parte de lo reprimido que le es posible atraer a su conciencia e intenta vivir de nuevo la parte restante. En esta labor puede confirmar, completar y rectificar las hipótesis del médico; comienza ya a darse cuenta, por el vencimiento de sus resistencias, de la modificación interior a la que tiende el tratamiento, y adquiere aquellas convicciones que le hacen independiente de la autoridad médica. Estas dos fases no aparecen siempre claramente delimitadas en el curso del tratamiento analítico, pues para ello es preciso que la resistencia cumpla determinadas condiciones; pero cuando así sucede, puede arriesgarse una comparación de tales fases con los dos capítulos correspondientes de un viaje. El primero comprende todos los preparativos necesarios, tan complicados y dificultosos hoy, hasta qué, por fin, sacamos el billete, pisando el andén y conquistando un sitio en el vagón. Tenemos entonces ya el derecho y la posibilidad de trasladarnos a un lejano país, pero tanto trabajoso preparativo no nos ha acercado aún un solo kilómetro a nuestro fin. Para llegar a él nos es preciso todavía cubrir el trayecto de estación en estación, y ésta parte del viaje resulta perfectamente comparable a la segunda fase de nuestros análisis.

El análisis que motiva el presente estudio transcurrió conforme a ésta división de dos fases, pero no pasó del comienzo de la segunda. Sin embargo, una constelación especial de la resistencia me procuró una completa confirmación de mis hipótesis y una visión suficiente del desarrollo de la inversión de la sujeto. Pero antes de exponer los resultados obtenidos por el análisis he de atender a algunos puntos a los que ya he aludido o que se habrán impuesto al lector como primer objeto de su interés. Habíamos hecho depender, en parte, nuestro propósito del punto al que la muchacha hubiese llegado en la satisfacción de sus instintos. Los datos obtenidos a éste respecto en el análisis parecían favorables. Con ninguno de sus objetos eróticos había ido más allá de algunos besos y abrazos; su castidad genital, si se me permite la expresión, había permanecido intacta. Incluso aquella dama que había despertado en ella su último y más intenso amor se había mostrado casi insensible a él y no había concedido nunca a su enamorada otro favor que el de besar su mano. La muchacha hacía probablemente de necesidad virtud al insistir de continuo en la pureza de su amor y en su repugnancia física a todo acto sexual. Por otra parte, no se equivocaba quizá al asegurar que su amada, reducida a su posición actual por adversas circunstancias familiares, conservaba aún en ella gran parte de la dignidad de su distinguido origen, pues en todas sus entrevistas le aconsejaba que renunciara a su inclinación hacia las mujeres, y hasta después de su tentativa de suicidio la había tratado siempre fríamente, rechazando sus insinuaciones.

Una segunda cuestión interesante que en seguida traté de poner en claro era la correspondiente a los propios motivos internos de la sujeto, en los cuales pudiera apoyarse quizá el tratamiento analítico. La muchacha no intentó engañarme con la afirmación de que sentía la imperiosa necesidad de ser libertada de su homosexualidad. Por el contrario, confesaba que no podía imaginar amor ninguno de otro género, si bien agregaba que a causa de sus padres apoyaría sinceramente la tentativa terapéutica, pues le era muy doloroso ocasionarles tan gran pena. También ésta manifestación me pareció, en un principio, favorable; no podía sospechar, en efecto, qué disposición afectiva inconsciente se escondía detrás de ella. Pero lo que después vino a enlazarse a éste punto fue precisamente lo que influyó de una manera decisiva sobre el curso del tratamiento y motivó su prematura interrupción. Los lectores no analíticos esperarán impacientemente hace ya tiempo una contestación a otras dos interrogaciones. Esperarán, en efecto, la indicación de si ésta muchacha homosexual presentaba claros caracteres somáticos del sexo contrario, y la de si se trataba de un caso de homosexualidad congénita o adquirida (ulteriormente desarrollada).

No desconozco la importancia que presenta la primera de éstas interrogaciones. Pero creo que tampoco debemos exagerarla y olvidar, por ella, qué en individuos normales se comprueban también con gran frecuencia caracteres secundarios aislados del sexo contrario, y qué en personas cuya elección de objeto no ha experimentado modificación alguna en el sentido de una inversión descubrimos a veces claros caracteres somáticos del otro sexo. O, dicho de otro modo, que la medida del hermafroditismo físico es altamente independiente en ambos sexos de la del hermafroditismo psíquico. Como restricción de nuestras dos afirmaciones anteriores, haremos constar que tal independencia es mucho más franca en el hombre que en la mujer, en la cual coinciden más bien por lo regular los signos somáticos y anímicos del carácter sexual contrario. Pero no me es posible contestar a la primera de las preguntas antes planteadas por lo que a mi caso se refiere. El psicoanalítico acostumbra eludir en determinados casos un reconocimiento físico minucioso de sus pacientes.

De todos modos puedo decir qué la sujeto no mostraba divergencia alguna considerable de tipo físico femenino ni padecía tampoco trastornos de la menstruación. Pudiera quizá verse un indicio de una masculinidad somática en el hecho de que la muchacha, bella y bien formada, mostraba la alta estatura de su padre y rasgos fisonómicos más bien acusados y enérgicos que suaves. También pudieran considerarse como indicios de masculinidad algunas de sus cualidades intelectuales, tales como su penetrante inteligencia y la fría claridad de su pensamiento, en cuanto el mismo no se hallaba bajo el dominio de la pasión homosexual. Pero éstas distinciones son más convencionales que científicas. Mucho más importante es, desde luego, la circunstancia de haber adoptado la muchacha, para con el objeto de su amor, un tipo de conducta completa y absolutamente masculino, mostrando la humildad y la magna supervaloración sexual del hombre enamorado, la renuncia a toda satisfacción narcisista y prefiriendo amar a ser amada. Por tanto, no sólo había elegido un objeto femenino, sino que había adoptado con respecto a él una actitud masculina. La otra interrogación, relativa a si su caso correspondía a una homosexualidad congénita o adquirida, quedará contestada con la exposición de la trayectoria evolutiva de su perturbación. Se demostrará también al mismo tiempo hasta qué punto es estéril e inadecuada tal interrogación.

II. A una introducción tan amplia como la que precede no puedo enlazar ahora sino una breve exposición de la libido en éste caso. La muchacha había pasado en sus años infantiles, y sin accidente alguno singular, por el proceso normal del complejo de Edipo femenino, y comenzaba luego a sustituir al padre por uno de sus hermanos, poco menor que ella. No recordaba, ni el análisis descubrió tampoco, trauma sexual alguno correspondiente a su temprana infancia. La comparación de los genitales del hermano con los suyos propios, iniciada aproximadamente al comienzo del período de lactancia (hacia los cinco años o algo antes), dejó en ella una intensa impresión, cuyos efectos ulteriores pudo perseguir el análisis a través de un largo período. No hallamos sino muy pocos indicios de onanismo infantil, o el análisis no se prolongó lo suficiente para aclarar éste punto. El nacimiento de un segundo hermano, cuando la muchacha contaba seis años, no manifestó ninguna influencia especial sobre su desarrollo. En los años escolares y en los inmediatamente anteriores a la pubertad fue conociendo paulatinamente los hechos de la vida sexual, acogiéndolos con la mezcla normal de curiosidad y temerosa repulsa. Todos estos datos parecen harto deficientes y no puedo garantizar que sean completos. Quizá fuera más rica en contenido la historia juvenil de la paciente, pero no me es posible asegurarlo. Como antes indicamos, el análisis hubo de ser interrumpido al poco tiempo, no proporcionándonos así más que una anamnesis tan poco garantizable como las demás conocidas de sujetos homosexuales, justificadamente discutidos. La muchacha no había sido tampoco nunca neurótica, ni produjo síntoma histérico alguno en el análisis, de manera que tampoco se presentó ocasión en un principio de investigar su historia infantil.

Teniendo trece o catorce años, mostró una cariñosa preferencia, exageradamente intensa a juicio de todos sus familiares, por un chiquillo de tres años escasos, al que encontraba regularmente en paseo. Tanto cariño demostraba a aquel niño, que los padres del mismo acabaron por trabar conocimiento con ella, iniciándose así una larga relación amistosa. De este suceso puede deducirse que la sujeto se hallaba dominada en aquel período por el intenso deseo de ser a su vez madre y tener un hijo. Pero poco tiempo después se le hizo indiferente aquel niño, y comenzó a mostrar un agudo interés por las mujeres maduras, pero de aspecto aún juvenil, atrayéndose por vez primera un severo castigo por parte de su padre. En el análisis pudo comprobarse sin duda alguna que esta transformación coincidió temporalmente con un suceso familiar, del cual debemos esperar, por tanto, su explicación. La sujeto, cuya libido aparecía orientada hacia la maternidad, queda convertida, a partir de ésta fecha, en una homosexual, enamorada de las mujeres maduras, continuando así hasta mi intervención. El tal suceso, decisivo para nuestra comprensión del caso, fue un tercer hermano, cuando ella frisaba ya en los dieciséis años.

La relación cuyo descubrimiento expongo a continuación no es un producto de mis facultades imaginativas: me ha sido revelada por un material analítico tan fidedigno, que puedo garantizar su absoluta exactitud objetiva. Su descubrimiento dependió principalmente de una serie de sueños enlazados entre sí y fácilmente interpretables. El análisis revelaba inequívocamente que la dama objeto de su amor era un sucedáneo de la madre. No era ciertamente a su vez madre, pero tampoco era el primer amor de la muchacha. Los primeros objetos de su inclinación a partir del nacimiento del último hermano fueron realmente madres, mujeres entre treinta y treinta y cinco años, a las que conoció con sus hijos durante las vacaciones veraniegas o en su trato social dentro de la ciudad. El requisito de la maternidad fue abandonado después por no ser perfectamente compatible con otro más importante cada vez. Su adhesión especialmente intensa a su última amada tenía aún otra causa, que la misma muchacha descubrió un día sin esfuerzo. La esbelta figura, la severa belleza y el duro carácter de aquella señora recordaban a la sujeto la personalidad de su hermano mayor. De éste modo, el objeto definitivamente escogido correspondía no sólo a su ideal femenino, sino también a su ideal masculino, reuniendo así la satisfacción de sus deseos homosexuales con la de sus deseos heterosexuales. Como es sabido, el análisis de homosexuales masculinos ha descubierto en muchos casos ésta misma coincidencia, advirtiéndonos así que no debemos representarnos la esencia y la génesis de la inversión como algo sencillo, ni tampoco perder de vista la bisexualidad general del hombre.

Pero ¿cómo explicarnos qué precisamente el nacimiento tardío de un hermano, cuando la sujeto había alcanzado ya su madurez sexual y abrigaba intensos deseos propios, la impulsara a orientar hacia su propia madre, y madre de aquel nuevo niño, su apasionada ternura, exteriorizándola en un subrogado de la personalidad materna? Por todo lo que sabemos, hubiera debido suceder lo contrario. Las madres suelen avergonzarse en tales circunstancias ante sus hijas casaderas ya, y las hijas experimentan hacia la madre un sentimiento mixto de compasión, desprecio y envidia, que no contribuye ciertamente a intensificar su cariño hacia ella. La muchacha de nuestro caso tenía, en general, pocos motivos para abrigar un gran cariño hacia su madre, la cual, juvenilmente bella aún, veía en aquella hija una molesta competidora y, en consecuencia, la posponía a los hijos, limitaba en lo posible su independencia y cuidaba celosamente de que permaneciese lejana al padre. Estaba, pues, justificado que la muchacha experimentase desde un principio la necesidad de una madre más amable; pero lo que no es comprensible es que ésta necesidad surgiese precisamente en el momento indicado y bajo la forma de una pasión devoradora.

La explicación es como sigue: la muchacha se encontraba en la fase de la reviviscencia del complejo de Edipo infantil en la pubertad cuando sufrió su primera gran decepción. El deseo de tener un hijo, y un hijo de sexo masculino, se hizo en ella claramente consciente; lo que no podía hallar acceso a su conciencia era qué tal hijo había de ser de su propio padre e imagen viva del mismo. Pero entonces sucedió que no fue ella quien tuvo el niño, sino su madre, competidora odiada en lo inconsciente. Indignada y amargada ante esta traición, la sujeto se apartó del padre y en general del hombre. Después de este primer doloroso fracaso rechazó su femineidad y tendió a dar a su libido otro destino. En todo ésto se condujo nuestra sujeto como muchos hombres, que después de un primer desengaño se apartan duraderamente del sexo femenino infiel, haciéndose misóginos. De una de las personalidades de sangre real más atractivas y desgraciadas de nuestra época se cuenta que se hizo homosexual a consecuencia de una infidelidad de su prometida. No sé si es ésta la verdad histórica, pero tal rumor entraña indudablemente un trozo de verdad psicológica. Nuestra libido oscila normalmente toda la vida entre el objeto masculino y el femenino; el soltero abandona sus amistades masculinas al casarse y vuelve a ellas cuando el matrimonio ha perdido para él todo atractivo. Claro es qué cuando la oscilación es tan fundamental y tan definitiva como en nuestro caso, hemos de sospechar la existencia de un factor especial que favorece decisivamente uno de los sectores, y qué quizá no ha hecho más qué esperar el momento oportuno para imponer a la elección de objeto sus fines particulares.

Nuestra muchacha había, pues, rechazado de sí, después de aquel desengaño, el deseo de un hijo, el amor al hombre y, en general, su femineidad. En este punto podían haber sucedido muchas cosas, lo que sucedió en realidad fue lo más extremo. Se transformó en hombre y tomó como objeto erótico a la madre en lugar del padre , SU relación con la madre había sido seguramente desde un principio ambivalente, resultando fácil para la sujeto reavivar el amor anterior a su madre y compensar con su ayuda su hostilidad contra ella. Más como la madre real no era ciertamente asequible a su cariño, la transmutación sentimental descrita la impulsó a buscar un subrogado materno al que poder consagrar su amor. A todo ésto vino a agregarse todavía como «ventaja de la enfermedad» un motivo práctico, nacido de sus relaciones reales con la madre. Esta gustaba aún de ser cortejada y admirada por los hombres. Así pues, si la muchacha se hacía homosexual, abandonaba los hombres a su madre y por decirlo así, le dejaba el campo libre y suprimía con ello algo que había provocado hasta entonces el disfavor materno.

La posición de la libido así establecida quedó fortificada al observar la muchacha cuán desagradable era el padre. Desde aquella primera reprimenda motivada por su adhesión excesivamente cariñosa a una mujer, sabía ya la sujeto un medio seguro para disgustarle y vengarse de él. Permaneció, pues, homosexual, por vengarse de su padre. No le causaba tampoco remordimiento alguno engañarle y mentirle de continuo. Con la madre no se mostraba más disimulada de lo imprescindiblemente necesario para engañar al padre. Parecía obrar conforme a la ley del Talión: «Tú me has engañado, y ahora tienes que sufrir que yo te engañe.» Tampoco las singulares imprudencias cometidas por una muchacha tan inteligente en general pueden interpretarse de otra manera. El padre tenía que averiguar sus relaciones con la señora, pues de otro modo no hubiera satisfecho la sujeto sus impulsos vengativos. De éste modo cuidó muy bien de procurarse un encuentro con él, mostrándose públicamente con su amiga por las calles cercanas a la oficina del padre. Ninguna de éstas imprudencias puede considerarse inintencionada. Es, además, singular que tanto el padre como la madre se condujesen como si comprendiesen la secreta psicología de la hija. La madre se mostraba tolerante, como si reconociese el favor que le había hecho la hija dejándole el campo libre; el padre ardía en cólera como si se diese cuenta de las intenciones vengativas orientadas contra su persona. La inversión de la muchacha recibió, por último, su definitiva intensificación al tropezar en la señora indicada con un objeto que satisfacía simultáneamente la parte de su libido heterosexual adherida aún al hermano.

III. La exposición lineal es poco adecuada para la descripción de procesos psíquicos, cuya trayectoria, harto complicada, se desarrolla en diversos estratos anímicos. Me veo, pues, forzado a interrumpir la discusión del caso para ampliar algunos de los puntos ya expuestos y profundizar el examen de otros. Hemos indicado qué en sus relaciones con un último objeto erótico adoptó la muchacha el tipo masculino del amor. Su humildad y su tierno desinterés, che poco spera e nulla chiede; su felicidad cuando le era permitido acompañar a aquella señora y besar su mano al despedirse de ella; su alegría al oír encomiar la belleza de su amiga, mientras qué los elogios tributados a la suya propia parecían serle indiferentes; sus peregrinaciones a los lugares visitados alguna vez por su amada y la ausencia de más amplios deseos sensuales; todos éstos caracteres parecían corresponder más bien a la primera fogosa pasión de un adolescente por una artista famosa, a la que cree situada muy por encima de él, sin atreverse apenas a elevar hasta ella su mirada. Esta coincidencia de la conducta amorosa de la sujeto con un «tipo de elección masculina de objeto» anteriormente descrito por mí y referido a una fijación erótica a la madre, llegaba hasta los menores detalles.

Podía parecer singular que la sujeto no retrocediese ante la mala fama de su amada, aunque sus propias observaciones habían de convencerla de la veracidad de tales rumores y a pesar de ser ella una muchacha bien educada y casta, que había evitado toda aventura sexual y que parecía sentir el aspecto antiestético de toda grosera satisfacción sexual. Pero ya sus primeros caprichos amorosos habían tenido como objeto mujeres a las que no se podía atribuir una moral muy severa. La primera protesta del padre contra su elección amorosa había sido provocada por la obstinación con que la muchacha cultivaba el trato de una actriz de cinematógrafo en una estación veraniega. A todo ésto, no se trataba nunca de mujeres tachadas de homosexualidad, que hubieran podido ofrecerle una satisfacción de éste orden; por lo contrario, pretendía ilógicamente a mujeres coquetas, en el sentido corriente de ésta palabra. Una muchacha de su edad, francamente homosexual, que se puso gustosa a su disposición, fue rechazada por ella sin vacilación alguna.

Pero la mala fama de su último amor había de constituir precisamente un requisito erótico para ella. El aspecto aparentemente enigmático de tal conducta desaparece al recordar que también en aquel tipo masculino de la elección de objeto, que derivamos de la fijación a la madre, es necesario. como condición de amor, que la amada tenga fama de liviana, pudiendo ser considerada en último término como una cocota. Cuando más tarde averiguó hasta qué punto merecía su amiga este calificativo, puesto que vivía sencillamente de la venta de su cuerpo, su reacción consistió en una gran compasión hacia ella y en el desarrollo de fantasías y propósitos de redimir a la mujer amada. Estas mismas tendencias redentoras atrajeron ya nuestra atención en la conducta de los hombres del tipo amoroso antes descrito, y la intentamos exponer su derivación analítica en el estudio que a éste tema dedicamos. El análisis de la tentativa de suicidio, qué hemos de considerar absolutamente sincera, pero qué en definitiva mejoró la posición de la sujeto tanto con respecto a sus padres como para con la mujer amada, nos lleva a regiones muy distintas. La muchacha paseaba una tarde con su amiga por un lugar y a una hora en los cuales no era difícil tropezar con el padre en su regreso de la oficina. Así sucedió, en efecto, y al cruzarse con ellas les dirigió el padre una mirada colérica. Momentos después se arrojaba la muchacha al foso por el qué circulaba el tranvía. Su explicación de las causas inmediatas de su tentativa de suicidio nos parece admirable. Había confesado a la dama que el caballero qué las había mirado tan airadamente era su padre, el cual no quería tolerar su amistad con ella. La señora, altamente disgustada, le había ordenado que se separase de ella en el acto y no volviera a buscarla ni a dirigirle la palabra; aquello tenía que terminar alguna vez. Desesperada ante la idea de haber perdido para siempre a la mujer amada, intentó quitarse la vida.

Pero el análisis permitió descubrir detrás de esta interpretación de la sujeto, otra más profunda, confirmada por toda una serie de sueños. La tentativa de suicidio tenía, como era de esperar, otros dos distintos aspectos, constituyendo un «autocastigo» y la realización de un deseo. En este último aspecto, significaba la realización de aquel deseo cuyo cumplimiento la había impulsado a la homosexualidad, o sea, el de tener un hijo de su padre, pues ahora «iba abajo» o «paría» (sie kam nieder) por causa de su padre. El hecho de que su amiga le hubiese hablado exactamente como el padre, imponiéndole idéntica prohibición, nos da el punto de contacto de esta interpretación más profunda con la interpretación superficial y consciente de la muchacha. Con su aspecto de «autocastigo» nos revela la tentativa de suicidio que la muchacha abrigaba, en su inconsciente, intenso deseo de muerte contra el padre por haberse opuesto a su amor, o, más probablemente aún, contra la madre por haber dado al padre el hijo por ella anhelado. El psicoanálisis nos ha descubierto, en efecto, que quizá nadie encuentra la energía psíquica necesaria para matarse si no mata simultáneamente a un objeto con el cual se ha identificado, volviendo así contra sí mismo un deseo de muerte orientado hacia distinta persona. El descubrimiento regular de tales deseos inconscientes de muerte en los suicidas no tiene por qué extrañarnos ni tampoco por qué envanecernos como una confirmación de nuestra hipótesis, pues el psiquismo inconsciente de todo individuo se halla colmado de tales deseos de muerte, incluso contra las personas más queridas. La identificación de la sujeto con su madre, la cual hubiera debido morir al dar a luz aquel hijo que ella (la muchacha) deseaba tener de su padre, da también al «autocastigo» la significación del cumplimiento de un deseo. No podemos ciertamente extrañar que en la determinación de un acto tan grave como el realizado por nuestra sujeto colaborasen tantos y tan enérgicos motivos.

En la motivación expuesta por la muchacha no interviene el padre ni se menciona siquiera el temor justificado a su cólera. En la descubierta por el análisis le corresponde, en cambio, el papel principal. También para el curso y el desenlace del tratamiento o, mejor dicho, de la exploración analítica, presentó la relación de la sujeto con su padre la misma importancia decisiva. Detrás de los cariñosos sentimientos filiales que parecían transparentarse en su declaración de que por amor a sus padres apoyaría honradamente la tentativa de transformación sexual, se escondían tendencias hostiles y vengativas contrarias al padre, que la mantenían encadenada a la homosexualidad. Fortificada la resistencia en tal posición, dejaba libre a la investigación psicoanalítica un amplio sector. El análisis transcurrió casi sin indicios de resistencia, con una viva colaboración intelectual de la analizada, pero también sin despertar en ella emoción alguna. En una ocasión en que hube de explicarle una parte importantísima de nuestra teoría, íntimamente relacionada con su caso, exclamó con acento inimitable: «¡Qué interesante es todo eso!», como una señora de la buena sociedad que visita un museo y mira a través de sus impertinentes una serie de objetos que la tienen completamente sin cuidado. Su análisis hacía una impresión análoga a la de un tratamiento hipnótico, en el cual la resistencia se retira igualmente hasta un cierto límite, donde luego se muestra invencible. Esta misma táctica -rusa, pudiéramos decir- es seguida muy frecuentemente por la resistencia en algunos casos de neurosis obsesiva, los cuales procuran así, durante algún tiempo, clarísimos resultados y permiten una profunda visión de la causación de los síntomas. Pero en estos casos comenzamos a extrañar que tan importantes progresos de la investigación analítica no traigan consigo la más pequeña modificación de las obsesiones e inhibiciones de los enfermos, hasta qué, por fin, observamos que todo lo conseguido adolece de un vicio de nulidad: la reserva mental del sujeto, detrás de la cual se siente completamente segura la neurosis como detrás de un parapeto inexpugnable. «Todo esto estaría muy bien -se dice el enfermo, a veces también conscientemente- si yo creyese lo que éste señor me dice; pero no le creo una palabra, y mientras así sea no tengo por qué modificarme en nada.» Cuando luego nos acercamos a la motivación de ésta duda es cuando se inicia seriamente nuestra lucha contra la resistencia.

En nuestra muchacha no era la duda, sino el factor afectivo constituido por sus deseos de venganza contra el padre, el que determinaba su fría reserva y el que dividió claramente en dos fases el análisis e hizo que los resultados de la primera fase fuesen tan visibles y completos. Parecía también como si en ningún momento hubiera surgido en ella nada análogo a una transferencia afectiva sobre la persona del médico. Pero ésto es, naturalmente, un contrasentido. El analizado tiene que adoptar inevitablemente alguna actitud afectiva con respecto al médico, y por lo general repite en ella una relación infantil. En realidad la sujeto transfirió sobre mí la total repulsa del hombre que la dominaba desde su desengaño por la traición del padre. La hostilidad contra el hombre encuentra, por lo general, grandes facilidades para satisfacer en la persona del médico, pues no necesita provocar emociones tempestuosas y le basta con exteriorizarse simplemente en una oposición a todos sus esfuerzos terapéuticos y en la conservación de la enfermedad. Sé por experiencia cuán difícil es llevar a los analizados la comprensión de ésta sintomatología muda y hacer consciente ésta hostilidad latente, a veces extraordinariamente intensa sin poner en peligro el curso ulterior del tratamiento. Así pues, interrumpí el análisis en cuanto reconocí la actitud hostil de la muchacha contra su padre, y aconsejé que si tenía algún interés en proseguir la tentativa terapéutica analítica, se encomendase su continuación a una doctora. La muchacha había prometido, entre tanto, a su padre renunciar por lo menos a todo trato con aquella señora, y no sé si mi consejo, cuya motivación es evidente, habrá sido seguido.

Una única vez sucedió en éste análisis algo que puede ser considerado como una transferencia positiva y como una reviviscencia extraordinariamente debilitada del apasionado amor primitivo al padre. Tampoco ésta manifestación aparecía libre de otros motivos diferentes; pero la menciono porque plantea un problema por interesante relativo a la técnica analítica. En cierto período no muy lejano del principio del tratamiento produjo la muchacha una serie de sueños normalmente deformados y expresados en correcto lenguaje onírico, pero fáciles de interpretar. Sin embargo, una vez interpretado su contenido resultaban harto singulares. Anticipaban la curación de la inversión por el tratamiento analítico, expresaban la alegría de la sujeto por los horizontes que se abrían ante ella, confesaban un deseo de lograr el amor de un hombre y tener hijos, y podían, por tanto, ser considerados como una satisfactoria preparación a la transformación deseada. Pero todo ésto parecía en manifiesta contradicción con las declaraciones de la sujeto en estado de vigilia. No me ocultaba que pensaba casarse, pero sólo para escapar a la tiranía del padre y vivir ampliamente sus verdaderas inclinaciones. Despreciativamente decía que ya sabría arreglárselas ella con el marido, y qué en último caso, como lo demostraba el ejemplo de su amiga, no era imposible mantener simultáneamente relaciones sexuales con un hombre y con una mujer.

Guiado por algún pequeño indicio, le comuniqué un día que no prestaba ninguna fe a tales sueños, los cuales eran mentirosos o disimulados, persiguiendo tan sólo la intención de engañarme como ella solía engañar a su padre. Los hechos me dieron la razón, pues a partir de éste momento no volvieron a presentarse tales sueños. Creo, sin embargo, que a más de éste propósito de engañarme integraban también éstos sueños el de ganar mi estimación, constituyendo una tentativa de conquistar mi interés y mi buena opinión quizá tan sólo para defraudarme más profundamente luego. Me figuro que la afirmación de la existencia de tales sueños engañosos despertará en algunos individuos, que se dan a sí mismos el nombre de analíticos, una tempestuosa indignación: «De manera que también lo inconsciente puede mentir; lo inconsciente, el verdadero nódulo de nuestra vida anímica, mucho más cercano a lo divino que nuestra pobre conciencia. ¿Cómo podremos entonces edificar sobre las interpretaciones de análisis y la seguridad de nuestro conocimiento?» Contra ésto habremos de decir que el reconocimiento de tales sueños mentirosos no constituye ninguna novedad revolucionaria. Sé muy bien que la humana necesidad de misticismo es inagotable y provoca incesantes tentativas de reconquistar el dominio que le ha sido arrebatado por nuestra «interpretación de los sueños»; pero en el caso que nos ocupa hallamos en seguida una explicación satisfactoria.

El sueño no es lo «inconsciente», es la forma en la cual pudo ser fundida, merced a las condiciones favorables del estado de reposo, una idea procedente de lo preconsciente o residual de la conciencia del estado de vigilia. En el estado de reposo encuentra tal idea el apoyo de impulsos optativos inconscientes y experimenta con ello la deformación que le impone la «elaboración onírica» regida por los mecanismos imperantes en lo inconsciente. En nuestra sujeto la intención de engañarme como solía engañar a su padre procedía seguramente de lo preconsciente, si es qué no era consciente por completo. Tal intención podía lograrse enlazando a mi persona el deseo inconsciente de agradar al padre (o a un subrogado suyo), y creó así un sueño mentiroso. Ambas intenciones, la de engañar al padre y la de agradarle, proceden del mismo complejo: la primera nace de la represión de la segunda, y ésta es referida a aquéllas por la elaboración onírica. No puede, pues, hablarse de una degradación de lo inconsciente ni de una disminución de la confianza en los resultados de nuestro análisis. No quiero dejar pasar la ocasión de manifestar mi asombro ante el hecho de que los hombres puedan vivir fragmentos tan amplios y significativos de su vida erótica sin advertir gran cosa de ellos e incluso sin sospecharlos lo más mínimo o se equivoquen tan fundamentalmente al enjuiciarlos cuando emergen en su conciencia. Esto no sucede solamente bajo las condiciones de la neurosis, en la cual nos es ya familiar éste fenómeno, sino que parece muy corriente también en individuos normales. En nuestro caso hallamos una muchacha que desarrolla un apasionado amor a otras mujeres, el cual despierta, desde luego, el disgusto de sus padres, pero no es apenas tomado en serio por ellos en un principio. Ella misma sabe probablemente cuán dominada se halla por tal pasión; pero no advierte sino muy débilmente las sensaciones correspondientes a un intenso enamoramiento hasta que una determinada prohibición provoca una reacción excesiva que revela a todas las partes interesadas la existencia de una devoradora pasión de energía elemental. Tampoco ha advertido nunca la muchacha ninguna de las premisas necesarias para la explosión de tal tormenta anímica.

Otras veces hallamos muchachas o mujeres aquejadas de graves depresiones, que a nuestra interrogación sobre la causa posible de su estado responden haber sentido cierto interés por una determinada persona, pero que tal inclinación no se había hecho muy profunda en ellas, habiendo desaparecido rápidamente al verse obligadas a renunciar a ella. Y, sin embargo, aquella renuncia, tan fácilmente soportada en apariencia, ha constituido la causa de la grave perturbación que les aqueja. O tropezamos con hombres que han roto fácilmente unas relaciones amorosas superficiales con mujeres a las que no creían amar y que sólo por los fenómenos consecutivos a la ruptura se dan cuenta de que las amaban apasionadamente. Por último, también nos han causado asombro los efectos insospechados que pueden emanar de la provocación de un aborto al cual se había decidido la sujeto sin remordimiento ni vacilación algunos. Nos vemos así forzados a dar la razón a los poetas que nos describen preferentemente personas que aman sin saberlo, no saben si aman o creen odiar a quien en realidad adoran. Parece como si las noticias que nuestra conciencia recibe de nuestra vida erótica fueran especialmente susceptibles de ser mutiladas o falseadas. En los desarrollos que preceden no he omitido, naturalmente, descontar la parte de un olvido ulterior.

IV. Volvamos ahora a la discusión del caso antes interrumpido. Nos hemos procurado una visión general de las energías que apartaron la libido de la muchacha de la disposición normal correspondiente al complejo de Edipo y la condujeron a la homosexualidad. Hemos examinado asimismo los caminos psíquicos seguidos en este proceso. A la cabeza de tales fuerzas impulsoras aparecía la impresión producida en la sujeto por el nacimiento del menor de sus hermanos, siéndonos así posible clasificar éste caso como una inversión tardíamente adquirida. Ahora bien: en éste punto atrae nuestra atención una circunstancia con la que tropezamos también en otros muchos casos de explicación psicoanalítica de un proceso anímico. En tanto que perseguimos regresivamente la evolución, partiendo de su resultado final, vamos estableciendo un encadenamiento ininterrumpido y consideramos totalmente satisfactorio e incluso completo el conocimiento adquirido. Pero si emprendemos el camino inverso, partiendo de las premisas descubiertas por el análisis, e intentamos perseguir su trayectoria hasta el resultado, desaparece nuestra impresión de una concatenación necesaria e imposible de establecer en otra forma. Advertimos en seguida que el resultado podía haber sido distinto y que también hubiéramos podido llegar igualmente a comprenderlo y explicarlo. Así pues, la síntesis no es tan satisfactoria como el análisis o, dicho de otro modo, el conocimiento de las premisas no nos permite predecir la naturaleza del resultado.

No es difícil hallar las causas de ésta singularidad desconcertante. Aunque conozcamos por completo los factores etiológicos determinantes de cierto resultado, no conocemos más que su peculiaridad cualitativa y no su energía relativa. Algunos de ellos habrán de ser juzgados por otros más fuertes y no participarán en el resultado final. Pero no sabemos nunca de antemano cuáles de los factores determinantes resultarán ser los más fuertes y cuáles los más débiles. Sólo al final podemos decir que los que se han impuesto eran los más fuertes. Así pues, analíticamente puede descubrirse siempre con toda seguridad la causación, siendo, en cambio, imposible toda predicción sintética. De éste modo no habremos de afirmar que toda muchacha cuyos deseos amorosos emanados de la disposición correspondiente al complejo de Edipo en los años de la pubertad, queden defraudados, se refugie en la homosexualidad. Por el contrario, creemos mucho más frecuente otras distintas reacciones a éste trauma. Pero entonces habremos de suponer que en el resultado de nuestro caso han intervenido decisivamente otros factores especiales ajenos al trauma y probablemente de naturaleza más interna. No es tampoco difícil señalar cuáles.

Como es sabido, también el individuo normal precisa cierto tiempo para decidir definitivamente el sexo sobre el cual ha de recaer su elección de objeto. En ambos sexos son muy frecuentes, durante los primeros años siguientes a la pubertad, ciertas inclinaciones homosexuales que se exteriorizan en amistades excesivamente intensas, de un cierto matiz sensual. Así sucedió también en nuestra muchacha; pero tales tendencias mostraban en ella una energía y una persistencia poco corrientes. Además, estos primeros brotes de su ulterior homosexualidad emergieron siempre en su vida consciente, mientras que la disposición emanada del complejo de Edipo hubo de permanecer inconsciente, exteriorizándose tan sólo en indicios, tales como su cariño al niño encontrado en el paseo. Durante sus años escolares estuvo enamorada de una profesora muy rigurosa y totalmente inasequible, o sea de un claro subrogado materno. Ya mucho antes del nacimiento de su hermano menor y, por tanto, también de las primeras reprimendas paternas había mostrado un vivo interés por algunas mujeres. Su libido seguía, pues, desde época muy temprana dos distintos cursos, de los cuales el más superficial puede ser considerado, desde luego, homosexual, constituyendo quizá la confirmación directa e invariada de una fijación infantil a la madre. Nuestro análisis se ha limitado a descubrir probablemente el proceso que en una ocasión favorable condujo la corriente libidinosa heterosexual a una confluencia con la homosexual manifiesta.

El análisis descubrió también que la muchacha integraba, desde sus años infantiles, un «complejo de masculinidad» enérgicamente acentuado. Animada, traviesa, combativa y nada dispuesta a dejarse superar por su hermano inmediatamente menor, desarrolló, desde la fecha de su primera visión de los genitales del hermano, una intensa «envidia del pene», cuyas ramificaciones llenaban aún su pensamiento. Era una apasionada defensora de los derechos femeninos; encontraba injusto que las muchachas no gozasen de las mismas libertades que los muchachos, y se revelaba en general contra el destino de la mujer. En la época del análisis las ideas del embarazo y del parto le eran especialmente desagradables, en gran parte, a mi juicio, por la deformación física concomitante a tales estados. Su narcisismo juvenil, que no se exteriorizaba ya como orgullo por su belleza, se manifestaba aun en esta defensa. Diversos indicios hacían suponer en ella una tendencia al placer sexual visual y exhibicionista, muy intensa en épocas anteriores. Aquellos que no quieren ver restringidos los derechos de la adquisición en la etiología harán observar que ésta conducta de la muchacha era precisamente la que había de ser determinada por la acción conjunta del disfavor materno y de la comparación de sus genitales con los del hermano, dada una intensa fijación a la madre. También existe aquí una posibilidad de reducir al efecto de una influencia exterior, tempranamente eficaz, algo que nos hubiésemos inclinado a considerar como una peculiaridad constitucional.

Pero también una parte de ésta adquisición -si es que realmente tuvo lugar- habrá de ser atribuida a la constitución congénita. Así se mezcla y se funde constantemente en la práctica aquello que en teoría quisiéramos separar como antitético, o sea, la herencia y la adquisición. Una conclusión anterior y provisional de análisis nos había llevado a afirmar que se trataba de un caso de adquisición tardía de la homosexualidad. Pero nuestro nuevo examen del material nos conduce más bien a la conclusión de la existencia de una homosexualidad congénita que había seguido la trayectoria habitual, no fijándose ni exteriorizándose de un modo inconfundible hasta después de la pubertad. Cada una de éstas clasificaciones no responde sino a una parte de lo descubierto por la observación, desatendiendo la otra parte. Lo exacto será no conceder gran valor a esta cuestión. La literatura de la homosexualidad acostumbra no separar los problemas de la elección de objeto de los correspondientes a los caracteres sexuales somáticos y psíquicos, como si la solución dada a uno de estos puntos trajese necesariamente consigo la de los restantes. Pero la experiencia nos enseña todo lo contrario: un hombre en el que predominan las cualidades masculinas y cuya vida erótica siga también el tipo masculino puede, sin embargo, ser invertido en lo que respecta al objeto y amar únicamente a los hombres y no a las mujeres. En cambio, un hombre en cuyo carácter predominen las cualidades femeninas y que se conduzca en el amor como una mujer debía ser impulsado, por esta disposición femenina, a hacer recaer sobre los hombres su elección de objeto, y, sin embargo, puede ser muy bien heterosexual y no mostrar con respecto al objeto un grado de inversión mayor que el corrientemente normal. Lo mismo puede decirse de las mujeres; tampoco en ellas aparecen estrechamente relacionados el carácter sexual y la elección de objeto. Así pues, el enigma de la homosexualidad no es tan sencillo como suele afirmarse tendenciosamente en explicaciones como la que sigue: un alma femenina y qué, por tanto, ha de amar al hombre, ha sido infundida, para su desgracia, en un cuerpo masculino, o inversamente, un alma masculina, irresistiblemente atraída por la mujer, se halla desdichadamente ligada a un cuerpo femenino.

Trátase más bien de tres series de características:

1) Caracteres sexuales somáticos.
(Hermafroditismo físico.)

2) Caracteres sexuales psíquicos:

Actitud masculina. Actitud femenina.

3) Tipo de la elección de objeto.

que varían con cierta independencia unos de otros y aparecen en todo individuo diversamente combinados. La literatura tendenciosa ha dificultado la visión de éstas relaciones, presentando en primer término, por motivos prácticos, la elección de objeto, singular tan sólo para el profano y estableciendo una relación demasiado estrecha entre tal elección y los caracteres sexuales somáticos. Pero además se cierra el camino que conduce a un más profundo conocimiento de aquello a lo que se da uniformemente el nombre de homosexualidad, al rebelarse contra dos hechos fundamentales descubiertos por la investigación psicoanalítica. En primer lugar, el de que los hombres homosexuales han pasado por una fijación especialmente intensa a la madre, y en segundo, el de que todos los normales dejan reconocer, al lado de su heterosexualidad manifiesta, una considerable magnitud de homosexualidad latente o inconsciente. Teniendo en cuenta éstos descubrimientos, desaparece, claro está la posibilidad de admitir un «tercer sexo», creado por la naturaleza en un momento de capricho.

El psicoanálisis no está precisamente llamado a resolver el problema de la homosexualidad. Tiene que contentarse con descubrir los mecanismos psíquicos que han determinado la decisión de la elección de objeto y perseguir los caminos que enlazan tales mecanismos con las disposiciones instintivas. En éste punto abandona el terreno a la investigación biológica, a la cual han aportado ahora los experimentos de Steinach tan importantes conclusiones sobre el influjo ejercido por la primera serie de caracteres, antes establecida sobre las otras dos. El psicoanálisis se alza sobre el mismo terreno que la biología al aceptar como premisa una bisexualidad original del individuo humano (o animal). Pero no puede explicar la esencia de aquello que en sentido convencional o biológico llamamos masculino y femenino; acoge ambos conceptos y los sitúa en la base de sus trabajos. Al intentar una mayor reducción, la masculinidad se le convierte en actividad y la femineidad en pasividad, y ésto es muy poco. Anteriormente he intentado exponer hasta qué punto podemos esperar que la labor analítica pueda procurarnos un medio de modificar la inversión. Si comparamos el influjo analítico o las magnas transformaciones logradas por Steinach en sus operaciones, habremos de reconocer su insignificancia. Sin embargo, sería prematuro o exagerado concebir ya la esperanza de una terapia generalmente aplicable a la inversión. Los casos de homosexualidad masculina tratados con éxito por Steinach cumplían la condición, no siempre dada, de presentar un marcado hermafroditismo somático. Por otro lado, no se ve aún claramente la posibilidad de una terapia análoga de la homosexualidad femenina. Si hubiera de consistir en la ablación de los ovarios probablemente hermafroditas y el injerto de otros de supuesta unisexualidad, no podrían esperarse de ella ciertamente grandes aplicaciones prácticas. Un individuo femenino que se ha sentido masculino y ha amado en forma masculina no se dejará imponer el papel femenino si ha de pagar ésta transformación, no siempre ventajosa, con la renuncia a la maternidad.

lunes, 17 de noviembre de 2008

El Complejo Fraterno y sus cuatro funciones

El Complejo Fraterno y sus cuatro funciones
Luis Kancyper (APA)
http://www.spdecaracas.com.ve/download/cdt_134.doc
Congreso Fepal 2002


Introducción

El Complejo Fraterno es un conjunto organizado de deseos hostiles y amorosos que el niño experimenta respecto a sus hermanos.

Este complejo no puede reducirse a una situación real, a la influencia ejercida por la presencia de los hermanos en la realidad externa, porque trasciende lo vivido individual. También el hijo único requiere, como todo ser humano, asumir y tramitar los efectos generados por la forma singular en que este complejo se construye en cada sujeto.

Podemos diferenciar cuatro funciones:
a) Sustitutiva
b) Defensiva
c) Elaborativa
d) Estructurante

a) La función sustitutiva del Complejo Fraterno se presenta como una alternativa para remplazar y compensar funciones parentales fallidas.

La sustitución puede también operar, por un lado, como función elaborativa del Complejo de Edipo y del narcisismo y por otro lado, como función defensiva de angustias y sentimientos hostiles relacionados con los progenitores pero desplazados sobre los hermanos.

La función sustitutiva la describe Freud(1916) en la Conferencia Nº 21, señala que “cuando estos hermanitos crecen, la actitud para con ellos sufre importantísimas mudanzas.
El chico puede tomar a la hermana como objeto de amor en sustitución de la madre, infiel; entre varios hermanos que compiten por una hermanita más pequeña ya se presentan las situaciones de rivalidad hostil que cobrarán significación más tarde en la vida.

Una niñita encuentra en el hermano mayor un sustituto del padre, quien ya no se ocupa de ella con la ternura de los primeros años, o toma a un hermanito menor como sustituto del bebe que en vano deseó del padre.” (Freud,1916. T. XVI) (13).

b) La función defensiva del Complejo Fraterno se manifiesta cuando éste encubre situaciones conflictivas edípicas y/o narcisistas no resueltas. En muchos casos sirve para eludir y desmentir la confrontación generacional, así como para obturar las angustias.

Esta función defensiva se ve facilitada en virtud del fenómeno del desplazamiento, a través del cual se producen falsos enlaces que originan múltiples malentendidos; éstos se presentifican en la experiencia clínica, como así también en la mitología y en la literatura -por ejemplo, en la obra teatral El Malentendido de A. Camus.(8)

Con mucha frecuencia, los mismos padres son los que provocan falsos enlaces entre los complejos paterno, materno y parental con el complejo fraterno y promueven a la vez competencias hostiles entre los hijos. “Dividen para reinar”. De ese modo, interceptan entre los hermanos la posibilidad de construir lazos solidarios de confraternidad, para fundar entre ellos un poder horizontal que contraste y confronte precisamente el abuso del poder vertical detentado por los padres en la dinámica familiar.

c) El Complejo Fraterno ejerce una función elaborativa fundamental en la vida psíquica, no sólo por su propia envergadura estructural, sino porque colabora, además, en el incesante trabajo de elaboración y superación de los remanentes normales y patológicos del narcisismo y de la dinámica edípica que se presentan a lo largo de toda la vida.

Así como el Complejo de Edipo pone límite a la ilusión de omnipotencia del narcisismo (Faimberg) (9), también el Complejo Fraterno participa en la tramitación y desasimiento del poder vertical detentado por las figuras edípicas y establece otro límite a las creencias narcisistas relacionadas con las fantasías del “unicato”.

En cambio, el sujeto que permanece fijado a traumas fraternos, no logra una adecuada superación de la conflictiva edípica y permanece en una atormentada rivalidad con sus semejantes, que puede llegar a cristalizarse en la repetición tanática de “los que fracasan al triunfar”. En esta conducta no sólo actúan las culpas edípicas no elaboradas, sino que participan además las culpas fraternas y narcisistas, con sus correspondiente necesidad de castigo consciente e inconsciente.

d) El Complejo Fraterno posee un papel estructurante y un carácter fundador en la organización de la vida anímica del individuo, de los pueblos y de la cultura.

Participa en la estructuración de las dimensiones intrasubjetiva, intersujetiva y transubjetiva a través de los influjos que ejerce en la génesis y mantenimiento de los procesos identificatorios en el yo y en los grupos, en la constitución del superyó e ideal del yo y en la elección del objeto de amor.

En el apartado II de la Introducción al narcisismo (1914), Freud desarrolla un sucinto panorama de los caminos para la elección de objeto. Señala dos formas de amar: una según un tipo narcisista y otra de acuerdo al modo del apuntalamiento. En la primera se ama

1) A lo que uno mismo es (a sí mismo).
2) A lo que uno mismo fue.
3) A lo que uno querría ser.
4) A la persona que fue una parte del sí mismo.

Cuando describe el tipo de elección del objeto del apuntalamiento, marca únicamente dos modelos del amar: según “la mujer nutricia y el hombre protector y las personas sustitutas que se alinean en cada uno de estos caminos” (Freud T. XIV, 1914) (11), pero no incluye al hermano o hermana como a un otro y a un semejante que cuenta en la vida anímica del individuo, con total seguridad, “como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo; por eso desde el comienzo mismo, la psicología individual es simultáneamente psicología social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo”. (Psicología de las masas y análisis del yo. 1921, T. XVIII ) (15)

Si bien “en el complejo de Edipo, se conjugan los comienzos de religión, eticidad, sociedad y arte” (Freud, Totem y Tabú, 1913. T. XIII ) (10), es necesario afirmar que el Complejo Fraterno juega también un papel decisivo en estos comienzos.

Los textos freudianos aquí citados, y el aporte de la experiencia clínica ,nos han posibilitado deducir que el Complejo Fraterno -a través de sus cuatro funciones- amplía, de un modo elocuente, las fronteras del conocimiento de los incesantes e intrincados psicodinamismos que intervienen durante la permanente estructuración y desestructuración de las realidades psíquica y social.

Rivalidad y protesta fraternas

En el historial clínico “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina" Freud (1920) nos revela la importancia que ejerce la rivalidad fraterna en la determinación de la elección de objeto sexual y en el ámbito de la elección vocacional.

Describe el “hacerse a un lado” como la manifestación de una rivalidad eludida, que no depende solo de situaciones edípicas no resueltas, sino que implica además los componentes narcisistas relacionados con la dinámica paradojal del doble, maravilloso y ominoso, resignificado a través del hermano.


Dice Freud: “Como hasta ahora ese “hacerse a un lado” no se había señalado entre las causas de la homosexualidad, ni tampoco con relación al mecanismo de la fijación libidinal, quiero traer a colación aquí una observación analítica similar, interesante por una circunstancia particular. Conocí cierta vez a dos hermanos mellizos, dotados ambos de fuertes impulsos libidinosos. Uno de ellos tenía mucha suerte con las mujeres y mantenía innumerables relaciones con señoras y señoritas. EL otro siguió al comienzo el mismo camino, pero después se le hizo desagradable cazar en el coto ajeno y ser confundido con aquél en ocasiones íntimas en razón de su parecido; resolvió la dificultad convirtiéndose en homosexual. Abandonó las mujeres a su hermano, y así “se hizo a un lado” con respecto a él. Otra vez traté a un hombre joven, artista y de disposición inequívocamente bisexual, en quien la homosexualidad se presentó contemporánea a una perturbación en su trabajo. Huyó al mismo tiempo de la mujeres y de su obra. El análisis, que pudo devolverle ambas, reveló que el motivo más poderoso de las dos perturbaciones -renuncia en verdad- era el horror al padre. Esta clase de motivación de la elección homosexual de objeto tiene que ser frecuente; en las épocas primordiales del ser humano fue realmente así: todas las mujeres pertenecían al padre y al jefe de la horda primordial.

En hermanos mellizos ese “hacerse a un lado” desempeña un importante papel también en otros ámbitos, no solo en la elección amorosa. Por ejemplo, si el hermano mayor cultiva la música y goza de reconocimiento, el menor, musicalmente más dotado, pronto interrumpe sus estudios musicales, a pesar de que desea dedicarse a ello, y es imposible moverlo a tocar un instrumento. No es más que un ejemplo de un hecho común y la indagación de los motivos que llevan a hacerse a un lado, en lugar de aceptar la competencia, descubre condiciones psíquicas muy complejas. (Freud, 1921) (14).

En el “hacerse a un lado”, se reavivan entre los hermanos fantasías fratricidas, de excomulgación y de gemelidad. Fantasía ésta última en la cual existe un solo tiempo, un solo espacio y una sola posibilidad para dos. (19)

Se reinstala así la relación sado-masoquista de un hermano que ejerce un excesivo control y un poder de sumisión obsesivo y perverso sobre el otro hermano. Al satisfacer sobre éste sus mociones agresivas se genera entre ambos un campo perverso en el que se reactivan las rivalidades edípicas pero también las fraternas, que no se trasponen entre sí. En ambas intervienen diferentes angustias, sentimientos de culpabilidad y fantasías, que suelen desplegarse tanto en el hermano mayor como también en el menor, bajo distintas formas de protesta fraterna: conscientes e inconscientes, manifiestas y latentes, reprimidas y escindidas.

En la protesta fraterna, uno de los hermanos manifiesta una agresión franca y un rechazo indignado hacia otro hermano que, según él, sustenta un lugar favorecido e injusto. No oculta su hostilidad porque, desde la lógica de su narcisismo, la presencia del otro es vivida como la de un rival e intruso que atenta contra la legitimidad de sus derechos y a la vez resignifica al “Homo Homini Lupus” que subyace en la vida anímica.

En las protestas fraternas circulan una amplia gama de afectos, fantasías y poderes hostiles, no sólo desde el hermano mayor hacía el menor, ya que también éste acumula, en el tesoro mnémico de sus afectos, una intensa rivalidad hacia el primogénito, originada por la relación de dominio durante el período infantil entre ellos y por los sentimientos de culpa suscitados a partir de los pactos secretos que cada hijo establece con una o con ambas figuras parentales.

En efecto, cada hermano, desde su diferente lugar en el orden de nacimiento, porta diversas protestas fraternas.

Recuerdo el reclamo de un analizante que ocupaba el “hilvanado” lugar del hermano menor en la constelación familiar. -Mi madre decía: "Al primero se lo borda, al segundo se lo cose y al tercero se lo hilvana”.

En la observación directa con niños en la vida cotidiana, se observa que el anuncio del nacimiento de un hermano provoca una súbita revulsiva herida narcisista acompañada de encarnizadas protestas y rivalidades.

Transcribo la advertencia proferida por una niña de cinco años a su hermanita de dos, inmediatamente después de que la madre les había anunciado a ambas la llegada de una nueva hermanita: -Que sepas que yo seguiré siendo por siempre la más grande, pero vos ya no serás la más chiquita.

Y a continuación transcribo las diferentes respuestas de un hermano de ocho años y de su hermana de dos y medio, en el momento en que la madre anuncia a ambos que está embarazada de un nuevo hermanito.

El hijo mayor exclamó con alegría: -¡Qué suerte! Tendré un hermano para jugar con él al fútbol, mientras que la pequeña bajó su mirada y enmudeció. La madre dudó si la pequeña había comprendido y le preguntó: -¿Escuchaste bien lo que les dije? A ver ¿qué tiene mamá en la panza? Y la niña con voz grave respondió: -Un tonto.

Cuando la pequeña fue al sanatorio a ver a su hermano recién nacido se acercó a su madre y con voz baja le murmuró al oído: -¿Ya salió el hermanito? ¿Después lo ponemos adentro de vuelta?

En el sujeto la protesta fraterna se origina por la efracción de una creencia narcisista acerca del ilimitado poder detentado por “Su Majestad el Bebé”. La presencia del otro quiebra esa creencia inconsciente que suele escenificarse en la fantasía que denominé la fantasía del unicato.

“El unicato es una denominación acuñada a fines del siglo XIX, aplicada al gobierno de un solo partido reaccionario y corrupto. El eje de ese sistema político era una concepción absolutista de un poder ejecutivo unipersonal que inutilizaba y avasallaba a los demás, impidiendo el establecimiento de una oposición organizada”. (Romero J.L.) (27). Con insólita frecuencia hallamos que el deseo de permanecer en el lugar del unicato se ha conservado en lo inconsciente y despliega desde la represión sus efectos particulares.

Esta fantasía se edifica como el Yo ideal mismo -que es un cultivo puro de narcisismo- sobre la base de desmentidas, y en virtud de éstas conserva su existencia. Frente a la muerte eleva su pretensión de inmortalidad, y frente a las angustias del mundo y sus contingencias, aferra su invulnerabilidad al peligro. Él, en sí y por sí, es digno del amor, del reconocimiento y del poder ilimitado e inquebrantable.

Algunas consecuencias psíquicas a partir de la diferencia en el orden del nacimiento entre los hermanos.

Hago cierta y mía la reflexión de Freud (1916): “La posición del niño dentro de la serie de los hijos es un factor relevante para la conformación de su vida ulterior, y siempre es preciso tomarla en cuenta en la descripción de una vida”. (13)

En la experiencia clínica con Marcos se corrobora esta afirmación.

También la mitología y la literatura atestiguan el papel sustantivo que desempeña el orden del nacimiento de los hijos, como una condición de fuerza impulsora que interviene, bajo la forma de “protesta fraterna”, en la formación de carácter y de la neurosis y, puntualmente, en la génesis y el dinamismo de los procesos identificatorios y sublimatorios.

Aclaro que no elevo la protesta fraterna a la categoría de único factor que determina una tipología fija, sino como un acontecimiento de singular importancia, junto a otros factores convergentes, ya que todo acontecimiento está sobredeterminado y demuestra ser el efecto de varias causas determinantes.
La clínica psicoanalítica revela y corrobora que, con notoria frecuencia, suele ser el hermano menor el que intenta descubrir, conquistar y cultivar los nuevos territorios; mientras que el mayor suele asumirse como el epígono de la generación precedente, sobrellevando el ambivalente peso de actuar como el continuador y el defensor que sella la inmortalidad de sus predecesores.

El hijo mayor suele ser identificado, desde el proyecto identificatorio parental, como el destinado a ocupar el lugar de la prolongación y fusión con la identidad del padre. Esta identificación es inmediata, directa y especular. Además, este topos identificatorio es a la vez reforzado por el propio hermano mayor con recelo, legitimidad y excesiva responsabilidad, interceptando en el menor el acceso identificatorio con las figuras parentales. Se evidencia en él un recelo en cuanto a no ser cuestionado en su exclusivo lugar como el supuesto único y privilegiado heredero ante los subsiguientes hermanos usurpadores, generándose en un gran número de casos “la división del botín filial”. El hijo mayor se encuentra programado como aquél que llega al mundo para restañar las heridas narcisistas del padre y para completarlo, y el menor, para nivelar la homeostasis del sistema narcisista materno. La experiencia psicoanalítica nos enseña que la rígida división del “botín de los hijos”, ofrendados como meros objetos para regular la estabilidad psíquica de la pareja parental, es punto de severas perturbaciones en la plasmación de la identidad sexual y en el despliegue de los procesos sublimatorios en cada uno y entre los hermanos.

El hermano menor exige un recorrido identificatorio más complicado para el logro de su identidad sexual, porque por un lado permanece excluido de un disponible lugar identificatorio con los progenitores -circuito ya ocupado y vigilado por el otro- y suele llegar -a través de un rodeo- a la búsqueda de nuevas alternativas exogámicas y lo más alejadas posible del territorio de la economía libidinal familiar, en la que el hermano mayor permanece investido como el legítimo heredero, o el reconocido doble, a través del Mayorazgo.

Este recorrido identificatorio genera un trabajo psíquico adicional en el hermano menor, acrecentándose su bisexualidad, que puede llegar a sublimarse, propiciando la creatividad: camino intrincado para la plasmación de la identidad sexual, pero también propiciador de búsquedas y de nuevas incursiones en los territorios desconocidos. El hermano menor suele ser eximido de ser el portador y garante responsable de la tradición familiar imperante. Mientras él suele ser el cuestionador y el creador, el primogénito, en cambio, es el epígono y el conservador.

En Psicoanálisis de las masas y análisis del yo, Freud pone de manifiesto, a partir del mito de la horda primitiva y de los cuentos populares, la hazaña heroica asumida por el hijo menor para separarse de la masa. En el texto que reproduciré a continuación, podemos colegir desde la metapsicología, cómo las relaciones entre el complejo paterno y materno y los efectos del Yo ideal y del Ideal del yo ejercen sus influjos en las profundidades del alma del hijo menor.

"Así como el padre había sido el primer ideal del varón, ahora el poeta creaba el primer Ideal del yo en el héroe que quiso sustituir al padre. El antecedente del héroe fue ofrecido, probablemente, por el hijo menor, el preferido de la madre, a quien ella había protegido de los celos paternos y aquél que en los tiempos de la horda primordial se había convertido en el sucesor del padre. En la falaz transfiguración poética de la horda primordial, la mujer que había sido el botín de la lucha y el señuelo del asesinato, pasó a ser probablemente la seductora e instigadora del crimen.

El héroe pretende haber sido el único autor de la hazaña que sin duda sólo la horda como un todo osó perpetrar. No obstante, como lo ha observado Rank, el cuento tradicional conserva nítidas huellas de los hechos que así eran desmentidos. En efecto, en ellos frecuentemente el héroe, que debe resolver una tarea difícil -casi siempre se trata del hijo menor, y no rara vez de aquél que ha pasado por tonto, vale decir por inofensivo, ante el subrogado del padre-, sólo puede hacerlo auxiliado por una cuadrilla de animales pequeños (abejas, hormigas). Estos serían los hermanos de la horda primordial, de igual modo como en el sueño insectos, sabandijas, significan los hermanos y hermanas (en sentido peyorativo: como niños pequeños). Además, en cada una de las tareas que se consignan en el mito y los cuentos tradicionales, se discierne con facilidad un sustituto de la hazaña heroica”. (Freud, 1921). (15)

Freud subraya en este párrafo la importancia ejercida por la complacencia materna en la plasmación de la fantasía épica y parricida en el hijo menor. En el primogénito, en cambio, se establece preferentemente un contrato narcisista entre el padre y el hijo mayor, en el que prevalecen fantasías de fusión y de especularidad, signadas por la ambivalencia entre la mortalidad e inmortalidad.

Estas fantasías se tornan audibles en los mandatos impuestos por el tirano Creón a su hijo Hemón, en la Antígona de Sófocles.

Creón: “Así, hijo mío, conviene guardar en el corazón, ante todo y sobre todo, los principios que un padre formula.
Porque ésta es la razón de que los padres ansíen tener en su hogar hijos totalmente sumisos, esos hijos que ellos engendran.
De este modo, para sus enemigos son tremendos vengadores; para los amigos de su padre, son tan amigos como él.
Ay, aquél que engendró hijos sin provecho, dime, hijo mío, ¿qué logra sino crearse a sí mismo infortunios y a sus enemigos fuente de desprecio?” (28)

El primogénito es el primer heredero que anuncia la muerte a la inmortalidad de su progenitor y sobrelleva una mayor ambivalencia y rivalidad por parte del padre. Éste suele negarlas a través de la formación reactiva del control y cuidados excesivos sobre el hijo, llegando al extremo de estructurar entre ambos una simbiosis padre-hijo. (17)
En esta simbiosis, padre e hijo se alienan en una recíproca captura imaginaria. Ambos tienden a reencontrar, en cada uno, a una parte del sí-mismo propio, y entre ambos se constituye una relación singular, que involucra a los participantes y genera a la vez efectos alienantes sobre cada uno.

A esta relación la he denominado relación centáurica, en la cual el padre representa la cabeza de un ser fabuloso y el hijo, el cuerpo que lo continúa completándolo.

Las frecuentes identificaciones narcisistas que suelen recaer sobre el primogénito tienen un aspecto defensivo para la economía libidinal del padre. Sirven para sofocar un amplio abanico de afectos que abarca, además de las angustias y de los sentimientos de culpabilidad inconscientes y conscientes, otra serie de efectos hostiles tales como odio, celos, resentimiento y envidia ante la presencia del primer hijo, que llega como intruso y rival, para provocar su exclusión y generar una desarticulación en la regulación libidinal de la pareja.

Además, el establecimiento de las relaciones de objeto narcisistas parento-filiales desmiente la diferencia entre las generaciones y paraliza el acto de la confrontación generacional. De esta manera, el padre intenta perpetuarse en la hegemonía del ejercicio de un poder atemporal sobre el hijo, y se rehusa a confirmarlo como su sucesor y como su natural heredero, aquél que finalmente llegará a suplantarlo.

Esta sempiterna ambivalencia entre la mortalidad e inmortalidad se encuentra ya manifiesta en los arcaicos conflictos que los patriarcas de la biblia han tenido con sus primogénitos, y en sus efectos en las rivalidades fraternas. Así, Abraham abandona a Ismael en el desierto, e Isaac no bendice al primogénito Esaú, y tampoco Jacob a Rubén. Este bíblico conflicto parento-filial extiende sus influjos sobre los vínculos entre los hermanos, generando, desde sus orígenes y hasta nuestros días, la compulsión repetitiva de los enfrentamientos más sangrientos entre las religiones y los pueblos.

El primogénito es investido como el primer soporte del ideal narcisista de omnipotencia e inmortalidad del padre. Recae privilegiadamente sobre él el Yo ideal de otro ser, vía identificaciones primarias.

El Yo ideal sirve de base a lo que Lagache (24) ha descrito con el nombre de identificación heroica. Para este autor, la formación del Yo ideal tiene implicancias sado-masoquistas, en especial la negación del otro, correlativa a la afirmación de sí mismo. Para Lacan el Yo ideal constituye también una formación esencialmente narcisista, que tiene su origen en la fase del espejo, y que pertenece al registro de lo imaginario. (22) y (23)

El padre procura recuperar, a través del primogénito, el estado llamado de omnipotencia del narcisismo infantil. Lo inviste como su doble especular, ideal e inmortal. Al primogénito se le adjudican identificaciones preestablecidas, listas para usar, mientras que sobre el segundogénito suelen recaer idealizaciones menos directas y masivas, e identificaciones menos precisas y más próximas al Ideal del yo que al Yo ideal parental.

La diferencia entre estas dos formaciones intrapsíquicas es fecunda para poner de relieve la génesis y función paradojal del narcisismo parental y sus efectos sobre las dinámicas edípica y fraterna. “El Yo ideal connota un estado de ser ya alcanzado, mientras que el Ideal del yo connota un estado de devenir, que es preciso alcanzar. Designa una capacidad aún no realizada: es la idea de una perfección por la cual el yo debe esforzarse. El Yo ideal es la idea del Yo como digno de ser amado en su ser, mientras que el Ideal del Yo es la idea del Yo como digno de ser amado por lo que procura ser. (Hanly) (16)

Esta diferencia entre el Yo ideal e Ideal del yo entre hermanos promueve distintos posicionamientos de los hijos con respecto a la asunción de las responsabilidades en la transmisión y perpetuación de la tradición intergeneracional.
Escuchemos los mandatos de inmortalidad y de especularidad del primogénito Jorge Luis Borges.
“Ciegamente reclama duración el alma arbitraria, cuando la tiene asegurada en vidas ajenas, cuando tú mismo eres el espejo y la réplica de quienes no alcanzaron tu tiempo y otros serán ( y son) tu inmortalidad en la tierra.”
( Inscripción en cualquier sepulcro) (6)

“He sabido, antes de haber escrito una sola línea, que mi destino sería literario.” (7)


Las diferencias entre el primogénito y los hermanos subsiguientes generan inevitablemente entre ellos recíprocas y acérrimas rivalidades y protestas. Sostengo aquí que éstas requieren ser analizadas con exhaustivo detalle, si se quiere evitar que el diferente lugar en el orden del nacimiento entre los hijos no desempeñe psíquicamente otro lecho de roca y una inexorable marca del destino.

Bibliografía

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(2). Aulagnier Piera “Los dos principios del funcionamiento identificatorio: permanencia y cambio”. Revista Argentina de Psicopatología. Vol. II, Nº 8, pág. 7.
(3). Baranger M. “Fantasía de enfermedad y desarrollo del insight en el análisis de un niño”. Revista Uruguaya de Psicoanálisis. 1956. T. I, Nº 2, pág. 166.
(4). Baranger M., W. y Mom J. “El trauma psíquico infantil de nosotros a Freud”. Revista de Psicoanálisis. 1987. T. 4, pág. 770.
(5). Baranger W “ La situación analítica como producto artesanal. La artesanía psicoanalítica”. Kargieman. Buenos Aires. 1994. pág. 460.
(6). Borges J.L. (1923) “Inscripción en cualquier sepulcro” Obras Completas. Emece, Buenos Aires. 1974. pág. 35.
(7). Borges J.L. (1977) “Todo Borges”, Buenos Aires, Ed. Atlántida. 1982.
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(10). Freud. S. (1913) “Tótem y Tabú”. A.E.T. XII. pág. 158
(11). Freud. S. (1914) “Introducción al narcisismo” A.E.T. XIV. Pág 87.
(12). Freud S. (1916) “Conferencia Nº 13: Rasgos arcaicos e infantilismo del sueño”. A.E.T. XV, pág. 189.
(13). Freud. S. (1916) “Conferencia Nº 21”: Desarrollo libidinal y organizaciones sexuales” A.E.T XVI, pág. 304- 305.
(14). Freud S. (1920) “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina” A.E.T. XVIII, pág. 152.
(15). Freud S. (1921) “Psicología de las masas y análisis del yo” A.E.T. XVIII pág. 67 y 128.
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